
«No arruines lo que tienes
deseando lo que no tienes;
recuerda que lo que ahora tienes
estuvo alguna vez
entre las cosas que solo esperabas.»
Las vacaciones son como una estufa a leña en invierno, sabemos que echarle el último palo de leña puede dejarnos sin fuego después, pero el calor del momento hace pensar, “estoy calentit@, después me abrigo harto nomás o me acuesto”. Así que “voh dale” nomás. Si faltan lucas, después se verá. Las vacaciones de verano hay que aprovecharlas. Por eso nos decimos frases como; “te has sacado la mierda todo el año, lo mereces”, “para eso trabajo”, “si tenemos miedo a vivir, ¿para qué nacimos?”, “la vida es corta”.
Esas frases son las que usamos para justificar lo injustificable, un mantra que recitamos cuando el deseo de disfrutar es más grande que la lógica. Y, al final, estas frases terminan convirtiéndose en memes con los que nos sentimos identificados y decimos:

Las ganas de disfrutar el momento, sobren todo en vacaciones, siempre tienen argumentos ganadores, luego frente a las limitaciones económicas, que llegan como el despertador de día lunes por la mañana, frías, inevitables y con un tono de realidad que no podemos ignorar. Es un tira y afloja constante, un equilibrio que nunca parece ser justo, esa vocecita en la cabeza que dice “la vida es corta, mañana puede ser tarde”, «la plata va y viene, los momentos quedan«. Vivimos atrapad@s en esta batalla diaria entre el disfrute inmediato y la austeridad forzada, como si pasarlo bien fuera un lujo que solo puedes arrendar por momentos.
Al final, se trata de decidir qué incendio apagar primero, el de la necesidad de sentirnos viv@s hoy o el de no quedarnos sin nada mañana. ¿Es irresponsable elegir el disfrute? Tal vez. Pero, ¿qué tan responsable es vivir una vida donde todo lo que hacemos es sobrevivir?
La irresponsabilidad financiera es un ciclo heredado, casi genético, donde gastamos hoy lo que lamentaremos mañana. No somos l@s primer@s, ni seremos l@s últim@s en caer en este baile. No es ideal, pero es lo que tenemos, una realidad donde disfrutar parece valer más que planificar. Un verdadero arte de malabarismo con un toque de locura. Y qué más da, “lo comido y lo bailado, no me lo quita nadie”.
Quizá no tengamos la mejor estrategia, pero al menos tenemos historias de nuestras vacaciones. Y, al final del día, eso es lo que queda, no las cosas que acumulamos, sino los instantes que vivimos, aunque fueran financiados en cuotas.
¿Gastar o no gastar?, he ahí el dilema de las vacaciones.

«El presente no es un pasado en potencia;
es el momento de la elección y la acción.»
Sabemos que no podemos pagarlo. Lo sabemos antes de que aparezca el precio en la pantalla. Pero, aun así, ahí estamos, con ese diablillo ruidoso en la cabeza que susurra: “Cuando te mueras no te llevarás nada, hay que gastar en vida”. Y claro, está la conciencia, moralista con traje y corbata, intentando decir: “Sé responsable”. Pero ¿a qué?, ¿a la misma rutina?, Mientras vemos videos de gente viajando durante sus vacaciones. Admito que caí en esa trampa más veces de las que quiero confesar, diciendo, “cuando tenga plata me gustaría ir ahí”.
La lucha interna es brutal. Queremos hacer lo correcto, pero ¿qué es lo correcto?, porque ese “correcto” siempre se siente como un castigo. La gran esperanza que nunca llega “que la cuenta bancaria respire”. La vida nos golpea y se va. Las deudas y gastos seguirán llegando, las responsabilidades también. Pero las oportunidades para vivir, realmente vivir, son como una gota de lluvia en el desierto. Si no abrimos la boca en el momento justo, se pierden.
Y entonces decidimos. Decidimos lanzarnos al vacío financiero durante nuestras vacaciones, por un puñado de recuerdos y tal vez una buena historia que contar. Sí, es estúpido. Lo sabemos. Pero también sabemos que preferimos eso a mirar atrás y ver una vida llena de excusas baratas y arrepentimientos. Porque la única certeza que tenemos es que un día no estaremos aquí. Y ¿qué quedó?, ¿qué dijimos?, ¿qué hicimos?, nada. Porque estuvimos demasiado ocupad@s ahorrando para pagar una casa que seguramente tendremos que ampliar y hacerle arreglos permanentemente.
Me acuerdo de una vez, fui una semana a la hermosa isla de Chiloé, bien lejos de casa, me gasté todo el sueldo la primera semana de vacaciones. Terminé mis últimas 4 semanas de vacaciones, jugando playstation en casa. Pero, esa semana en otro lugar, lejos de todo, fue como la primera risa después de un día gris, ¿valió la pena? Depende de a quién le preguntes. A alguien que siempre está ahorrando hasta la última chaucha, seguro le parecería una idiotez. Pero yo no cambio esos días por nada. Porque en ese momento, por fin, no me sentía un engranaje más de esta máquina que nos consume.

La verdad es que tod@s estamos en el mismo juego. Tod@s queremos vivir, pero nos tienen agarrad@s de las mechas con obligaciones, deudas, horarios, los “deberías”. Y hay algo profundamente cínico en eso. El sistema te dice: “Trabaja duro, ahorra, compra una casa, ten hijos, cúbrelos de deudas también”. Y cuando te das cuenta, ya estás viej@, cansad@, llen@ de achaques, y la vida, esa que querías vivir, ya se fue. Te queda una colección de cuentas pagadas y una tumba que también tendrá intereses.
A veces pienso que la verdadera revolución sería mandar todo a la mierda, no solo durante las vacaciones. Tomar lo que tienes y gastarlo como si no hubiera un mañana. Porque, de hecho, puede que no lo haya. Pero no nos atrevemos. Estamos demasiado condicionad@s, demasiado asustad@s. Nos han entrenado bien. Y mientras tanto, l@s que tienen todo el dinero del mundo viven como reyes y reinas, mientras nosotr@s contamos monedas y decimos “está todo tan caro, cada día la vida está más cara”.
Así que, sí, soy un desastre financiero. Y no, no me siento orgulloso de eso. Pero tampoco me siento avergonzado. Porque en medio de todo, he tenido momentos de verdad. Y si eso significa endeudarme un poco más, pues que así sea. Porque al final del día, no quiero morir pensando en lo que pudo haber sido. Prefiero morir sabiendo que al menos intenté, aunque fuera a lo bruto.
Quizá este no sea el mejor consejo. Quizá solo estoy justificando mis errores. Pero, ¿qué más puedo hacer?, la vida no viene con un manual, y si lo hiciera, probablemente sería tan aburrido como esos libros de expertos en educación financiera, que te dicen ahorra el 10% de tu sueldo. Nah, chao con eso. Denme un termito, mi yerba mate, una bombilla, frente al mar, seguro después de eso tendré una historia que valdrá la pena recordar y quizás la escriba en uno de mis ensayos.
Y así sigo, tambaleándome entre la sensatez y el desastre. Pero al menos, cuando caigo, lo hago sabiendo que fue por algo que me importaba. Y para mí, eso ya es suficiente.
Vacaciones de lujo.

Vivimos en un mundo que vende los lujos envueltos en etiquetas y precios ridículos. autos que cuestan lo mismo que una casa, teléfonos que son el doble del sueldo mínimo en Chile, comidas en restaurantes donde comes menos de lo que paga un mendigo por un pan, pero el plato es más caro que todo el ousfit del mendigo. Pero la verdad, el lujo de verdad, no está en nada de eso. Está en lo que no puedes comprar, en lo que no te pueden quitar. Está en vivir sin prisas, en dormir sin un apuro, sin una alarma que te grite que la vida no es tuya. Porque, ¿qué clase de vida es esa donde la primera voz que escuchamos cada día es un pitido insoportable?
El lujo está en tener tiempo para mirar la vida, no solo vivirla corriendo como un(a) idiota tras algo que ni siquiera entendemos. Contemplar, dicen los poetas. Aunque claro, la mayoría de la gente nos mirará como si fuéramos un@s vag@s por decir eso. Porque en este mundo, si no estás produciendo o consumiendo, eres un problema. Pero el verdadero lujo es sentarte, mirar las estrellas con un mate en la mano y sentir que, aunque todo se caiga a pedazos, mientras la gente que quieres esté bien, tú estás bien.
Y el lujo más grande, el que no viene ni con marcas, ni con manual de instrucciones, es ser un@ mism@, sin miedo al qué dirán. Vivir según nuestros propios valores, no los que nos metieron en la cabeza desde que eramos niñ@s. Eso sí que es caro. Porque en determinadas circunstancias, puede costar amig@s, puede costar familia, puede costar incluso el trabajo. Pero vale la pena.
Vencer los miedos es un lujo también, pero uno que nadie quiere pagar. Porque la comodidad es el verdadero verdugo. Nos acostumbramos a vivir con miedo, con la incertidumbre colgada del cuello como una cadena. Y ahí nos quedamos, pensando que eso es normal, que así es la vida. Pero no. Tener el lujo de aceptar la vida que nos tocó, con sus altos y bajos, es la revolución que poc@s se atreven a liderar.

Y al final del día, el mayor lujo es disfrutar la vida, no solo las vacaciones, con o sin lujos. Porque los lujos verdaderos no están en las vitrinas, ni en las cuentas bancarias. Están en la tranquilidad. En dormir en paz, sin esa voz en la cabeza que te dice que no eres suficiente. Está en una tarde sin que nadie ande hueveando, el lujo está en disfrutar el tiempo con la gente que de verdad quieres.
Todo lo demás es ruido. Ropa que se desgasta, tecnología que se vuelve obsoleta, status que se desmorona en cuanto dejamos de jugar el juego. Pero la calma, no se puede comprar ni vender, es el lujo que siempre vale la pena perseguir.
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