El término «resiliencia» se origina en el campo de la física, donde ejemplifica la notable capacidad del material para revertir a su configuración inicial posterior a soportar fuerzas sustanciales que condujeron a su deformación. Sin embargo, en psicología, la resiliencia se conceptualiza como la habilidad de los individuos para adaptarse y prosperar en medio de circunstancias desafiantes, traumas o eventos angustiantes. Básicamente, implica recuperar y mantener la funcionalidad después de encuentros que podrían potencialmente desencadenar un trastorno emocional.
¿Es equivalente discutir sobre la resiliencia dentro de los ámbitos de las ciencias naturales y humanas?
A pesar de sus similitudes, existe una distinción crucial que los separa. En el dominio de la física, el enfoque se centra en recuperar la forma original, mientras que, dentro del desarrollo humano, experimentar eventos emocionalmente significativos inevitablemente nos altera de forma irreversible. Como Carl Rogers afirmó acertadamente: «Ninguna situación es definitiva, ninguna persona es definitiva. Todo cambia, y, por lo tanto, todo puede cambiar«.

Las complejidades del desarrollo humano implican una combinación de predisposiciones innatas y conocimientos adquiridos, dado que el aprendizaje es inherente a la naturaleza humana. En lo que respecta a la resiliencia, encarna un proceso evolutivo destinado a asegurar nuestra supervivencia, en el que adquirimos las habilidades para enfrentar los desafíos de la vida, y estas experiencias, a su vez, sirven como lecciones invaluables.
La resiliencia elude la cuantificación a través de métricas conductuales estandarizadas o escalas de evaluación. Ocasionalmente, la noción de resiliencia fomenta percepciones equivocadas sobre aquellos que aparentemente no han superado adversidades, como si carecieran de resiliencia por completo. Tal suposición es profundamente errónea, pues cada individuo se esfuerza por idear estrategias para enfrentar la adversidad. No existe un manual definitivo sobre cómo vivir la vida; cada persona, armada con sus herramientas intrapersonales, se esfuerza por superar crisis y progresar hacia el bienestar, un viaje que no debe ser juzgado.

La resiliencia no es un rasgo limitado a individuos selectos, más bien, es inherentemente universal. A veces, se confunde con el optimismo frente a la adversidad. Pero ¿niega la falta de optimismo de un individuo en medio de la adversidad su resiliencia? El enfoque de la positividad ante situaciones difíciles distorsiona la realidad.
En medio de lo que comúnmente se refiere como «situaciones difíciles», uno experimenta tristeza, ira, miedo, precisamente porque son difíciles. Sin embargo, una indagación separada ahonda en «qué se puede aprender de esta situación y cómo se puede abordar». Es imperativo reconocer que la resiliencia trasciende el mero optimismo o una perspectiva positiva ante la adversidad. Ser resiliente no implica ignorar o negar las emociones que la adversidad suscita. Permitirse experimentar y articular emociones constituye un aspecto fundamental del proceso de enfrentar y superar dificultades.
Dada su naturaleza intrincada y multifacética, comprender la resiliencia requiere verla como una herramienta para recorrer el camino de la vida, un viaje que cada individuo emprende de la manera que considere más adecuada para sí mismo, reconociendo que este viaje rara vez es solitario y que no todos lo transitan llevando los mismos zapatos.

La educación, en su esencia fundamental, emerge como un pilar trascendental en el marco conceptual delineado en el precepto anterior respecto a la resiliencia. A través de este vasto horizonte educativo, se despliegan un cúmulo de herramientas que obran en la forja, comprensión y enriquecimiento del atributo resiliente en los individuos, en un tejido que entrelaza experiencias eclécticas y divergentes, hilando así una trama compleja y dinámica, pues cada ser humano se erige como un universo de singularidad inigualable.
Es en este complejo telón de fondo que la educación alza su estandarte como artífice preeminente en la confección de espacios formativos que auspician la resiliencia. Los pedagogos, en su pericia magistral, urden un ambiente académico impregnado de confianza, donde el respeto mutuo y la apertura a la diversidad son el cimiento mismo. Al gestar este ambiente nutrido de empatía y comprensión, se despliega ante los educandos un terreno fértil, propicio para explorar las vetas de sus propias fortalezas, encarar los embates del desafío y forjar una postura resiliente ante los avatares de la existencia, que se moldea de forma íntima y personalizada conforme a las vicisitudes y vivencias particulares.
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