
Reprobar dos veces, no significan fracasos, mucho menos es el fin del mundo. Créeme, lo he visto tantas veces que dejó de sorprenderme hace años. Pero hay algo en las historias que no encajan en el molde, esas que no terminan con un portazo o un «esto no es para mí». Una estudiante, a la que llamaremos Constanza, para efectos de este ensayo (porque su nombre significa esa rara virtud, la constancia), me enseñó algo que no estaba en el programa de estudios. Y eso, viniendo de alguien que lleva 20 años en el mundo de la pedagogía, no es poco decir.
Constanza reprobó dos veces mi asignatura. Dos golpes directos al ego, dos fracasos, dos razones más para mandarme a la punta del cerro, como suelen hacer algun@s estudiantes. Y no l@s culpo. Es fácil culpar a l@s profes. Con afirmaciones como: «profe mala onda», «el profe me tiene mala», «siempre me la cargan a mí», «nunca pasó esos contenidos y después los pregunta en la prueba», «se hace el buena onda y es súper pesado».
Y sí, probablemente no lo hago perfecto. La educación, como la vida, está llena de zonas grises, de errores, de fracasos. Pero Constanza, no lo vio de esa manera, no dedicó sus fuerzas para evaluar en términos morales mi quehacer pedagógico.
Podría haberse largado. Nadie la habría culpado. Tal vez habría encontrado algo más fácil, menos frustrante. ¿Quién no lo ha pensado alguna vez? Pero en lugar de eso, se quedó. Se quedó a pelear su propia guerra, contra los números rojos, contra las expectativas de l@s demás, y tal vez contra sí misma. Su determinación no era algo que yo viera todos los días. Algun@s prefieren la ruta corta, otr@s se paralizan ante el miedo a los fracasos, y está bien. Tod@s lidiamos con las caídas de distintas maneras. Pero ella eligió el camino difícil, el que no garantiza nada, el que duele.
La tercera fue la vencida, pasó. Pero no solo pasó, en su proyecto de título, en los agradecimientos, dejó caer algo que me heló los huesos, señaló “En particular quiero hacer un reconocimiento al profesor Edgardo Barrientos, por confiar en mi”.
¿Confiar en ella? Yo, que fui el tipo que firmó dos veces su sentencia de reprobación. Pero ahí estaba su agradecimiento. Y lo hizo sin resentimientos, agradeciendo incluso la confianza que siempre tuve en su capacidad de superar las dificultades. Esa confianza que tenía en ella no era gratuita, nunca vi sus reprobaciones como fracasos, realmente siempre creí que podía lograrlo, aunque la decisión final siempre estuvo en sus manos.
Repartir sentencias y aprender de los fracasos.

Eso me dejó pensando, resulta que somos nosotr@s, l@s profes, quienes nos llevamos las lecciones más duras. Constanza me enseñó que no somos culpables de lo que la vida nos lanza a la cara, pero sí responsables de cómo encaramos los fracasos.
Aquí está lo irónico, lo que nadie te dice antes de pararte frente a un grupo de estudiantes por primera vez, no importa cuánto te prepares, cuánto leas, cuánto te esfuerces en hacer buenas clases. Al final del día, tú también eres evaluad@. Y no hablo de esa encuesta insípida que pasan al final del semestre, que muchas veces carece de objetividad, ya que se evalúa de acuerdo al profe, «si me cae bien lo evaluamos bien y si me cae mal, lo evaluamos mal». No, hablo de algo más real, el juicio silencioso de quienes más importan, l@s estudiantes.
Ell@s no evalúan tus títulos, ni cursos de perfeccionamiento, o algún postgrado. Evalúan cosas que ni siquiera sabías que estaban en juego, tu capacidad de reconocer los fracasos, tu paciencia cuando las cosas se salen de control, tu empatía cuando la vida l@s golpea, y tu capacidad de mirar más allá de un número en un registro de notas.
Constanza me lo enseñó a su manera. No con palabras, sino con acciones. Fue una lección andante. Una de esas que te dejan pensando mucho después de que su calificación final quedó archivada.
Cuando me mencionó en su proyecto de título, agradecindo el confiar en ella, sigue dando vueltas en mi mente, como un eco. ¿Qué significa realmente enseñar?, ¿es llenar cabezas con contenidos que olvidarán después de la prueba?, ¿o es creer en alguien incluso cuando esa persona no cree en sí misma?
Enseñar no tiene nada que ver con pizarras.

La verdad es que enseñar no tiene nada que ver con pizarras llenas o presentaciones que nadie quiere ver. Enseñar, realmente enseñar, es un acto de fe. Es mirar a alguien tambaleándose al borde del abismo y decirle: «Aún puedes cruzar», «se los fracasos se aprende», porque si no lo haces, ¿entonces quién?
No somos héroes, ni heroínas. No siempre tenemos paciencia, ni empatía. A veces nos ganan el cansancio, el sistema, lo que arrastramos de nuestras propias vidas, nuestros propios fracasos. Pero cada tanto aparece alguien que te recuerda que no todo está perdido. Que creer en otr@, aunque sea por un instante, puede marcar una diferencia. Y ahí es donde todo cobra sentido. Enseñar no es solo un trabajo. Es una apuesta por la idea idílica de la humanidad.
La constancia no es solo una palabra bonita, es un acto de rebeldía frente al desánimo, es decirle a los fracasos, que un tropezón no es caída, una forma de decirle al mundo que no te ha vencido. Cuando veo a un(a) estudiante que lucha, intento recordar que detrás de cada esfuerzo, detrás de cada fracaso, hay una historia que vale la pena escuchar. Porque, al final del día, enseñar no es un acto de impartir saberes, sino de construir puentes entre la desesperanza y la posibilidad. Y a veces, como en el caso de Constanza, el puente lo construyen ell@s, no nosotr@s.
Culpas y responsabilidades.

La vida no es justa, nunca lo ha sido, y quien diga lo contrario, probablemente está vendiéndote algo. Las cosas pasan, y muchas de ellas, honestamente, no tienen nada que ver contigo. Una mala racha, una traición inesperada, un derrumbe emocional en el lugar equivocado y tú parad@ justo allí. ¿De quién es la culpa? De nadie, y de tod@s al mismo tiempo. Pero la culpa es un concepto barato, casi inútil. Lo que importa no es eso, sino lo que haces cuando se derrama toda la mierda y el desastre es todo lo que queda frente a ti.
Llevo diez años en docencia universitaria y he visto de todo. Estudiantes que llegan con sueños grandes, con miradas llenas de esperanza, y que luego se marchan. L@s llamarán desertores(as), pero ¿qué es desertar si no simplemente buscar otro campo de batalla que tenga sentido para ti? Algun@s se dan cuenta de que la pedagogía no es su lugar. No es un fracaso, es la más honesta de las decisiones. Tomar tus problemas y decir: “A la mierda con esto, hay algo más allá afuera que me hace sentir viv@”.
Otr@s como Constanza se quedan. Reprueban, lloran en silencio, y luego se levantan otra vez. No porque sean más valientes, ni porque tengan más agallas, sino porque han decidido que este camino, por difícil que sea, sigue siendo el suyo. No hay héroes, heroínas, ni villan@s en esta historia, solo formas distintas de lidiar con el caos de existir. Cada un@ elige lo que mejor le funciona, lo que le deja dormir por la noche sin odiarse al mirarse en el espejo.
Lo que sí he aprendido es que hay cosas que no puedes controlar. Stephen Covey lo llamaba la «zona de preocupación». Básicamente, todo lo que te afecta, pero que está fuera de tus manos. La traición de un(a) amig@, el sistema que te ha enseñado que los fracasos son derrotas, las enfermedades como el cáncer, los accidentes, y así una larga lista de los caprichos del azar. Puedes preocuparte todo lo que quieras, pero al final, preocuparte no sirve de nada.
Lo único que tienes es tu "zona de control".

Lo único que tienes es tu «zona de control», las herramientas que recogiste mientras intentabas no caer al vacío y sumirte en la autocompasión de tus fracasos. Son tus valores, tus habilidades, tus ideales, y ese pedacito de autoestima que sigues reconstruyendo a pesar de todo. Es ahí donde puedes hacer algo, donde puedes intentar ser responsable, no porque le debas algo a alguien, sino porque es lo único que te queda. Ser responsable, en este contexto, no significa ser perfecto, ni ganar siempre, los fracasos siempre estarán. Significa no rendirte a la desesperación, elegir cómo enfrentar las cosas cuando el resto del mundo parece empeñado en verte caer.
Al final del día, no hay garantías. Puede que lo intentes todo y aun así termines golpead@, como un(a) boxeador(a) que le dieron más rounds de los que podía soportar. Pero al menos puedes mirarte en el espejo y saber que lo intentaste a tu manera, que no traicionaste lo que eras por miedo o comodidad. Y eso, aunque no lo parezca, es un triunfo.
Porque en este mundo roto y desquiciado, a veces lo único que puedes hacer es seguir andando, y ver los fracasos, como una oportunidad de crecer.
Al final, no se trata de cuántas veces caes, sino de cómo decides levantarte. Constanza lo hizo. Y, de paso, me enseñó que, aunque a veces creo ser quien está enseñando, son las y los estudiantes quienes tienen las verdaderas lecciones para dar. Yo solo estoy aquí para escucharlas.

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